La ciudad de Tres Arroyos quedó helada. Lo que parecía una familia común escondía una bomba de tiempo: Fernando Dellarciprete, padre de dos y con rostro de buen vecino, se transformó en el protagonista de una masacre que destrozó todo a su paso. Mató a su pareja, luego a sus hijos, y dejó una comunidad entera preguntándose cómo nadie lo vio venir. La fiscal del caso, visiblemente afectada, confirmó que el hombre sufría un trastorno paranoico diagnosticado… pero decidió no medicarse. El infierno empezó ahí.
Según los informes, no había denuncias, ni violencia previa, ni señales que hicieran sonar las alarmas. Dellarciprete actuó con frialdad quirúrgica: entró a su casa, cometió el primer asesinato, buscó a sus hijos del colegio y completó el horror. Entre las 10 y las 14 horas, selló un destino brutal. Nadie más participó. Nadie más sabía. Y la Justicia, impotente, ya da por cerrada una causa que deja más preguntas que respuestas.
Pero este no es un caso aislado. Es otro grito desesperado de un sistema que no sabe (o no quiere) prevenir lo que la salud mental sin tratamiento puede desencadenar. ¿Cuántos más tienen que morir para que se tome en serio? ¿Cuántos Dellarciprete hay sueltos, con pastillas sin tomar y diagnósticos archivados? Mientras el país debate si alcanza o no para el pan, hay bombas humanas caminando entre nosotros… y explotando.