El continente perdió a uno de sus íconos. José “Pepe” Mujica, el exguerrillero que cambió las armas por la palabra y terminó convertido en presidente, murió a los 89 años. Luchó contra dictaduras, sobrevivió a la cárcel, renunció a los lujos del poder y se ganó el corazón de millones, desde Montevideo hasta Tokio. En su despedida, el actual mandatario uruguayo lo resumió como pocos: “Te vamos a extrañar mucho, viejo querido”.
Enfrentó la vida con la misma rudeza con la que hablaba: sin filtros ni maquillaje. Desde su juventud como tupamaro hasta su histórica presidencia entre 2010 y 2015, Mujica fue el político que dormía en su chacra, llegaba al Senado en un escarabajo destartalado y decía cosas como “el odio te estupidiza”. Convirtió su austeridad en bandera, y su estilo directo en símbolo. Aun sabiendo que el cáncer ya no le daba tregua, siguió hablando como siempre: sin miedo, sin guión, sin nada que ocultar.
Con su partida, se va mucho más que un presidente: se va una forma de hacer política que hoy parece extinta. Mujica fue el raro espécimen que predicó con el ejemplo, el rebelde que terminó cosechando respeto hasta de sus opositores. “No hay sucesores, hay causas”, decía. La suya —la de la coherencia, la honestidad brutal y el amor por la vida simple— ahora queda en manos de los que se atrevan a seguirla. Porque como él mismo enseñó: “triunfar no es ganar, es levantarse cada vez que uno cae”.