La consolidación de la relación entre Brasil y China, impulsada durante el gobierno de Lula, está comenzando a mostrar sus sombras. Más allá de las promesas de inversión y desarrollo, surgen serias preocupaciones por el impacto de esta alianza, desde casos de explotación laboral hasta el crecimiento de redes criminales. En los últimos días, se desató un escándalo en la fábrica de vehículos eléctricos BYD en Bahía, donde se detectaron 163 trabajadores chinos presuntamente sometidos a condiciones de trabajo esclavo. Las denuncias incluyen la confiscación de pasaportes, la retención de salarios y pésimas condiciones de vida, marcando un nuevo capítulo en las tensiones sobre la creciente influencia económica de China.
A la par, la operación “Heisenberg” en São Paulo reveló una sofisticada red de narcotráfico que conecta a mafias chinas con cárteles mexicanos. Entre los detenidos, figuras como el químico mexicano Guillermo Martínez Ortiz, vinculado al Cartel Jalisco Nueva Generación, y líderes chinos como Pikang Dong, conocido como “Rodizio”, expusieron cómo estas organizaciones producen y distribuyen metanfetaminas en Brasil. La investigación también identificó vínculos entre los líderes de la red y figuras de poder, desnudando una compleja estructura de criminalidad trasnacional con profundas raíces en el país.
Por otro lado, se intensifican las preocupaciones sobre el espionaje y control tecnológico por parte de China. Desde denuncias de “comisarías ilegales” operadas por el gobierno chino en territorio brasileño hasta el uso de equipos de telecomunicaciones chinos para infraestructura clave, la influencia china despierta inquietudes sobre soberanía y seguridad nacional. La construcción de “carreteras digitales” en la Amazonía y el interés de Brasil en adquirir aviones de combate chinos aumentan las sospechas sobre el alcance de la estrategia china en América Latina, mientras sectores locales y analistas piden mayor transparencia y regulación ante la creciente dependencia tecnológica y económica.