Río de Janeiro volvió a convertirse en un campo de batalla. Helicópteros esquivando balas, drones lanzando granadas y buses incendiados bloqueando calles: así se vivió la ofensiva más sangrienta de la historia carioca contra el temido Comando Vermelho. Más de 60 muertos, entre ellos policías, marcan una operación que el gobernador Cláudio Castro vende como “guerra contra narcoterroristas”, mientras la ciudad queda paralizada y aterrada, atrapada entre el fuego cruzado y el descontrol absoluto.
Los capos del narco respondieron como un ejército entrenado: armas pesadas, comunicaciones encriptadas y control total del territorio. Aunque hubo decenas de detenidos, el pez gordo, “Doca da Penha”, se esfumó como un fantasma en medio de la selva urbana. Recompensa millonaria, historial criminal brutal y un ejército de sicarios protegiéndolo: la ley aún no puede con él. Mientras tanto, el gobierno local y el federal se tiran la pelota por la falta de apoyo, como si la guerra contra las mafias fuera un partido de fútbol mal jugado.
Las autoridades temen una contraofensiva feroz en las próximas horas, mientras Río intenta respirar bajo el humo. Universidades cerradas, aeropuerto bloqueado y barrios enteros convertidos en zona roja: el crimen organizado avanza con tentáculos que ya se expanden por todo Brasil. Esta no es una película de acción: es Río de Janeiro hoy, un lugar donde los narcos marcan la ley y la policía ruega que el Estado aparezca antes de que el infierno se vuelva permanente.