Con una ceremonia solemne y miles de fieles en la plaza, el cuerpo del Papa Francisco ya descansa en la Basílica de San Pedro, el mismo templo que lo vio celebrar misas históricas y romper con siglos de pompa vaticana. Lejos de las fastuosas despedidas de otros pontífices, el Papa del pueblo eligió un ataúd simple de madera, porque hasta en la muerte prefirió la humildad a la ostentación.
La procesión fúnebre arrancó desde la Casa Santa Marta, su hogar y símbolo de una gestión más terrenal que principesca, y recorrió el corazón del Vaticano en una marcha sobria, pero cargada de emoción. A su llegada, fue colocado en el altar de la confesión, justo sobre la tumba de San Pedro. Uno a uno, los cardenales fueron pasando para darle el último adiós a quien cambió las reglas sin pedir permiso.
Los visitantes podrán despedirse del Sumo Pontífice durante tres días, hasta el funeral del sábado. Pero más allá de ritos, ornamentos o títulos, Francisco deja un hueco difícil de llenar. En un Vaticano acostumbrado a los oropeles, se va el Papa que usaba zapatos viejos, vivía en una pensión y le hablaba al mundo como un abuelo sabio más que como un jefe de Estado.